LAS CARTAS
Mi abuelo
Manuel era tratante de ganado y casi todos los veranos se desplazaba a
alguna feria para vender sus ovejas. Aquel verano del 36 tenía
apalabrados 150 borregos en Madrid y ya había retrasado la partida en dos
ocasiones porque mi abuela no quería que se fuera; tenía miedo de las
cosas que se oían por la radio.
Vivían en
Extremadura y desde que se produjera aquel jaleo el 18 de julio, no se
hablaba en el pueblo de otra cosa que no fueran los soldados que se estaban
concentrando en Sevilla y de que iba a haber guerra. En el pueblo todo el mundo
estaba asustado; hasta don Valentín, el farmacéutico, se había ido a buscar a
su hijo que estudiaba en Madrid, pero mi abuelo pensaba que no era
para tanto, que algunos generales querían presionar al gobierno y que las
cosas estaban revueltas, pero de ahí a una guerra… Así que, a finales de julio,
dijo que no podía esperar más y que se iba a vender los borregos porque
necesitaban el dinero. También pensaba, y esto no se lo decía a nadie, que las
cosas realmente podían ponerse peor. Mi abuela tenía miedo de quedarse
sola porque tenía tres niños pequeños y otro en el vientre. “Volveré
enseguida, no te preocupes”, le prometió mi abuelo dándole un beso el día que
se fue.
El abuelo Manuel llegó a Madrid el 5 de Agosto, se instaló en la pensión
de la calle Huertas donde siempre se quedaba y se puso en contacto con su mediador, pero este le dijo que mucha
gente se estaba marchando porque se
avecinaban malos tiempos y que el trato se había deshecho, pero que trataría de
conseguirle otros compradores en pocos días. “Nunca pensé que te arriesgarías a
venir, tal y como están las cosas”; eso le dijo y Manuel miró a su
alrededor y contempló la ciudad, que parecía en ese momento un hormiguero en los días de lluvia.
Toda la
gente corría nerviosa de un lado para otro agolpándose en las estaciones de
trenes y autobuses, tratando de salir. Muchas tiendas estaban desabastecidas y
circulaban por las calles camionetas con soldados. En los bares no se hablaba
de otra cosa que del avance de los sublevados.
Mi abuelo se asustó de verdad por primera vez el día que se enteró de
que habían tomado Mérida y cuando leyó en el periódico del día dieciséis la
tremenda represión llevada a cabo en Badajoz; se hablaba de más de mil
ejecutados. Entonces pensó en mi abuela Paula y en los niños y se
echó a temblar. Tenía que volver inmediatamente a casa como fuera.
Vendió los borregos a menos de la mitad de su precio e intentó por todos
los medios volver a Extremadura, pero ya no pudo. Madrid se había cerrado y
todas las comunicaciones estaban interrumpidas. Ni siquiera cartas era posible
enviar.
A medida que pasaban los días crecía la agitación. Por todos lados había
banderas republicanas y las calles
estaban llenas de hombres y mujeres eufóricos, como si en vez de estar en
guerra, estuvieran de fiesta. La pensión de la calle Huertas se fue llenando de
jóvenes extranjeros que venían de Francia, Inglaterra y EEUU para defender a la
República y, después de dos meses de convivencia, todos conocían ya la
historia de Manuel. Un día, uno de aquellos brigadistas - un periodista francés
- le dijo a mi abuelo que podría enviar cartas a su mujer, si las enviaba primero a
su casa en París; desde allí su familia se encargaría de mandarlas a
Extremadura.
De esta manera y durante tres largos años, las cartas de mi abuelo
viajaron desde Madrid a París y de allí a Cáceres y las de mi abuela, desde Cáceres
a París y de allí a Madrid. Así le llegaba a Paula el hambre, el frío y
el miedo de Manuel, pero también la esperanza y la alegría de saberlo vivo
después de cada bombardeo, después de cada batalla y a pesar de las
necesidades que estaba pasando. Y a Manuel le llegaba la dulzura y la
valentía de Paula, que criaba sola a los niños, trabajaba el huerto, cuidaba
las gallinas y mantenía como podía la casa. Así supo también del
nacimiento de su último hijo al que, probablemente, nunca llegaría a conocer.
Una mañana, mi abuela recibió una carta muy especial. En ella Manuel le
pedía de manera velada y con claves personales que habían ido inventando,
que por favor ayudara a una pareja que se presentaría en su casa, si es
que lograban llegar hasta allí.
Serían las cuatro o las cinco de la madrugada cuando André y Marie
llamaron a la puerta de Paula una noche de enero en la que la helada era
tan fuerte que congelaba el agua en los
canalones. Llegaron empapados. Llegaron hambrientos y con las ropas hechas
harapos de andar atravesando bosques y caminos, escondiéndose como
animales. Llegaron enfermos, tosiendo, ardiendo de fiebre, con los pies
llagados y los zapatos rotos. Llegaron con miedo y con desesperanza. Marie era
periodista y André, un oficial brigadista del batallón “Comuna de parís”.
Habían escapado de la cárcel y pretendían con este periplo escapar de la
muerte. Eran muy jóvenes y Paula no llegaba a entender por qué se jugaban
la vida por un país que no era el suyo. Ellos le dijeron que luchaban por unos
ideales con los que construirían un mundo mejor.
La abuela los acogió como si fuera el propio abuelo el que
regresaba, con el mismo amor. Les preparó un baño caliente y les proporcionó
ropas limpias. Les dio de comer hasta que se saciaron: huevos, chorizo y tocino
de la matanza, patatas y un poco de leche. Les preparó una confortable cama en
el doblado y los mantuvo ocultos durante dos semanas mientras se restablecían y
aguardaban el momento propicio para continuar su viaje hacia Portugal. Cuando
se fueron, les dio un mapa y la dirección de un contrabandista de café en Zarza
la Mayor que les ayudaría a pasar la frontera.
En Abril del treinta y nueve toda España era ya territorio
nacional y el abuelo pudo volver a casa. Mi abuela tenía guardadas todas las
cartas como un tesoro, porque habían sido el cordón que los mantuvo unidos
durante aquellos penosos años. Sacó la caja y extrajo una. Era de febrero de
ese año y venía, como todas, de París, pero en esta ocasión no era de
Manuel. En el remite ponía: Andrés y María. Mis abuelos se
abrazaron felices, porque en Andrés y María agradecían el favor de las cartas y
celebraban su propio reencuentro, su propia vida.
PARA PAULA
Las cartas, como palomas, comenzaron a cruzar las fronteras para traernos
en su pico retazos de la vida del otro. Todas las semanas cruzaban
los Pirineos llevando nuestros sentimientos, venciendo el hambre,
el frío y el miedo a las balas. Como palomas, me traían mensajes
desde tus manos, desde tus ojos, desde tus labios... y eran mis alas para volar
hasta ti. Podía desde ellas sentir tu piel y recordar tu olor. Sobrevivía
porque tú estabas allí, con los niños, al otro lado de mis cartas. Te sentía
tan cerca que podía notar en mis pies la humedad del huerto que mojaba
tus zapatos y oler el pan recién horneado de la tahona del pueblo. Olía la leña
de nuestra lumbre y saboreaba el momento en que pudiera comerme, contigo,
unos huevos fritos con chorizo de la matanza. ¡He pasado tanta hambre! Me
trasmitías el olor de los niños recién bañados y te imaginaba dando de mamar al
hijo que no conocía. Temblaba imaginándote entre mis brazos y enloquecía
pensando en los besos que te quería dar.