EL SECRETO DE LA FELICIDAD ESTÁ EN EL ANDAR DESPACIO


"EL SECRETO DE LA FELICIDAD ESTÁ EN El ANDAR DESPACIO"

Esta frase, que descubrí en "El señor Ibrahim y las flores del Corán", la tengo siempre a mano para volverme a mi cauce cuando siento que he llovido demasiado y corro el riesgo de desbordarme.

Cuando la descubrí, la reconocí enseguida, porque rápidamente la sentí emparentada con una propia que suelo tener en la mesilla de noche:

" LA FELICIDAD ES UN CAMINO QUE ME GUSTA RECORRER CON LOS PIES DESCALZOS"

Cuando somos muy jóvenes devoramos el tiempo con las enormes fauces de la pasión. El pasado no existe y el presente es solo la permanente antesala, electrizante y ansiosa, del verdadero protagonista que es el futuro. Querríamos morder la mitad de la sandía de un solo bocado y colocarnos de pronto en esa edad de plenitud, cénit de nuestra vida en casi todos los sentidos.


Cuando somos un poco "menos jóvenes" perdemos la prisa, nos damos cuenta entonces de que cambia el proceso y es ahora el tiempo el que amenaza con devorarnos a nosotros. Tenemos que lastrarlo para sentirlo, para huir de su dolorosa levedad. Se nos escapa, no como el agua que aún moja nuestros dedos y nos hace sentir brevemente su frescor, sino como el humo de un narguile, que nos envuelve sugerente y nos presta su aroma con la irritante concisión de un efímero beso.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Cuento de invierno


LAS CARTAS 

Mi abuelo Manuel era tratante de ganado y casi todos los veranos se desplazaba  a  alguna feria para vender sus ovejas. Aquel verano  del 36 tenía apalabrados 150 borregos en Madrid y ya había retrasado la partida en dos ocasiones porque  mi abuela no quería que se fuera; tenía miedo de las cosas que se oían por la radio.
Vivían en Extremadura y desde que se produjera  aquel jaleo el 18 de julio, no se hablaba en el pueblo de otra cosa que no fueran los soldados que se estaban concentrando en Sevilla y de que iba a haber guerra. En el pueblo todo el mundo estaba asustado; hasta don Valentín, el farmacéutico, se había ido a buscar a su hijo que estudiaba en  Madrid, pero mi abuelo pensaba que no era para tanto, que algunos generales querían presionar al gobierno y que  las cosas estaban revueltas, pero de ahí a una guerra… Así que, a finales de julio, dijo que no podía esperar más y que se iba a vender los borregos porque necesitaban el dinero. También pensaba, y esto no se lo decía a nadie, que las cosas realmente podían ponerse peor. Mi abuela tenía miedo de  quedarse sola porque tenía tres niños pequeños y otro en el vientre. Volveré enseguida, no te preocupes”, le prometió mi abuelo dándole un beso el día que se fue. 


El abuelo Manuel llegó a Madrid el 5 de Agosto, se instaló en la pensión de la calle Huertas donde siempre se quedaba y se puso en contacto  con su mediador, pero este le dijo que mucha gente se estaba marchando  porque se avecinaban malos tiempos y que el trato se había deshecho, pero que trataría de conseguirle otros compradores en pocos días. “Nunca pensé que te arriesgarías a venir, tal y como están las cosas”; eso le dijo y  Manuel miró a su alrededor y contempló la ciudad, que parecía en ese momento  un hormiguero en los días de lluvia.
 Toda la gente corría nerviosa de un lado para otro agolpándose en las estaciones de trenes y autobuses, tratando de salir. Muchas tiendas estaban desabastecidas y circulaban por las calles camionetas con soldados. En los bares no se hablaba de otra cosa que del avance de los sublevados.

Mi abuelo se asustó de verdad por primera vez el día que se enteró de que habían tomado Mérida y cuando leyó en el periódico del día dieciséis la tremenda  represión llevada a cabo en Badajoz; se hablaba de más de mil ejecutados. Entonces  pensó en mi abuela Paula y en los niños y se echó a temblar. Tenía que  volver inmediatamente  a casa como fuera. Vendió los borregos a menos de la mitad de  su precio e intentó por todos los medios volver a Extremadura, pero ya no pudo. Madrid se había cerrado y todas las comunicaciones estaban interrumpidas. Ni siquiera cartas era posible enviar. 

A medida que pasaban los días crecía la agitación. Por todos lados había banderas republicanas y  las calles estaban llenas de hombres y mujeres  eufóricos, como si en vez de estar en guerra, estuvieran de fiesta. La pensión de la calle Huertas se fue llenando de jóvenes extranjeros que venían de Francia, Inglaterra y EEUU para defender a la República y, después de dos meses de convivencia, todos conocían  ya la historia de Manuel. Un día, uno de aquellos brigadistas - un periodista francés -  le dijo a mi abuelo que podría enviar cartas a su mujer, si las enviaba primero a  su casa en París; desde allí su familia se encargaría de mandarlas a Extremadura. 

De esta manera y durante tres largos años, las cartas  de mi abuelo viajaron desde Madrid a París y de allí a Cáceres y las de mi abuela, desde  Cáceres a París y de allí  a Madrid. Así le llegaba a Paula el hambre, el frío y el miedo de Manuel, pero también la esperanza y la alegría de saberlo vivo después de cada bombardeo, después de cada batalla y  a pesar de las necesidades que estaba pasando. Y a Manuel  le llegaba la dulzura y la valentía de Paula, que criaba sola a los niños, trabajaba el huerto, cuidaba las gallinas y  mantenía como podía  la casa. Así supo también del nacimiento de su último hijo al que, probablemente, nunca llegaría a conocer. 

Una mañana, mi abuela recibió una carta muy especial. En ella Manuel le pedía  de manera velada y con claves personales que habían ido inventando, que por favor ayudara a una pareja que se presentaría en  su casa, si es que lograban llegar hasta allí.
Serían las cuatro o las cinco de la madrugada cuando  André y Marie llamaron a la puerta de Paula una noche de enero en la que  la helada era tan fuerte que  congelaba el agua en los canalones. Llegaron empapados. Llegaron hambrientos y con las ropas hechas harapos de andar  atravesando bosques y caminos, escondiéndose como animales. Llegaron enfermos, tosiendo, ardiendo de fiebre, con los pies llagados y los zapatos rotos. Llegaron con miedo y con desesperanza. Marie era periodista y André, un oficial brigadista del batallón “Comuna de parís”. Habían escapado de la cárcel y pretendían con este periplo  escapar de la muerte. Eran muy jóvenes y Paula no llegaba a entender por qué se jugaban  la vida por un país que no era el suyo. Ellos le dijeron que luchaban por unos ideales con los que construirían un mundo mejor.
La abuela los acogió como si fuera el  propio abuelo el que regresaba, con el mismo amor. Les preparó un baño caliente y les proporcionó ropas limpias. Les dio de comer hasta que se saciaron: huevos, chorizo y tocino de la matanza, patatas y un poco de leche. Les preparó una confortable cama en el doblado y los mantuvo ocultos durante dos semanas mientras se restablecían y aguardaban el momento propicio para continuar su viaje hacia Portugal. Cuando se fueron, les dio un mapa y la dirección de un contrabandista de café en Zarza la Mayor que les ayudaría a pasar la frontera. 

En Abril del treinta y nueve toda España era  ya territorio nacional y el abuelo pudo volver a casa. Mi abuela tenía guardadas todas las cartas como un tesoro, porque habían sido el cordón que los mantuvo unidos durante aquellos penosos años. Sacó la caja y extrajo una. Era de febrero de ese año y venía, como todas, de París, pero en esta ocasión no era de Manuel. En el remite ponía: Andrés y María. Mis  abuelos  se abrazaron felices, porque en Andrés y María agradecían el favor de las cartas y celebraban su propio reencuentro, su propia vida.

PARA PAULA
Las cartas, como palomas, comenzaron a cruzar las fronteras para traernos  en su pico  retazos de la vida del otro. Todas las  semanas  cruzaban  los Pirineos llevando  nuestros sentimientos, venciendo el hambre, el frío y  el miedo a las balas. Como palomas,  me traían mensajes desde tus manos, desde tus ojos, desde tus labios... y eran mis alas para volar hasta ti. Podía desde ellas sentir tu piel  y recordar tu olor. Sobrevivía porque tú estabas allí, con los niños, al otro lado de mis cartas. Te sentía  tan cerca que podía notar  en mis pies la humedad del huerto que mojaba tus zapatos y oler el pan recién horneado de la tahona del pueblo. Olía la leña de nuestra  lumbre y saboreaba el momento en que pudiera comerme, contigo, unos huevos fritos con chorizo de la matanza. ¡He pasado tanta hambre!  Me trasmitías el olor de los niños recién bañados y te imaginaba dando de mamar al hijo que no conocía. Temblaba imaginándote entre mis brazos y enloquecía pensando en   los besos  que te quería dar.




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